Recientemente he tenido la oportunidad de estar unos días en la isla de Tenerife. Aparte de alucinar por su exotismo y otras cosas que no vienen al caso, cualquiera puede constatar que el cabildo tinerfeño no ha tenido tiempo ni ganas en todo su recorrido democrático para eliminar del paisaje urbano de Santa Cruz el que probablemente sea el monumento más explícitamente fascista de cuantos jalonaron y jalonan las calles españolas.
Dedicado al caudillo asesino, podemos contemplar una hercúlea figura de caballero cruzado montado sobre las alas de un ángel depurador que guía su divino mandamiento de muerte al rojo (en la foto). Caballero y ángel muestran el rostro frío e inexpresivo del psicópata sumido en su trance sanguinario. Todo un canto a la devoción fascista por la cualidades didácticas y salubres de la violencia. Esto es lo que al menos parece representar ese canto a la guerra civil, a la violencia bendecida por el dios cristiano.
Aparte de eso, no hay general golpista y asesino que no tenga su calle, como en tantos otros lugares de España.
Pero lo más lamentable de todo es que Sta. Cruz de Tenerife acaba de renovar las flores a los pies del monumento al odio, en lugar de plantearse su definitiva demolición y hundir la estatua en el Atlántico, como hicieron los golpistas con tantos izquierdistas desde julio del 36 para hacerlos desaparecer sin dejar rastro unas cuantas décadas antes de que lo hicieran los fascistas argentinos en ese mismo océano.
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